lunes, 24 de agosto de 2009

Ante un nuevo aniversario de la muerte de Jan Calvino


27 de mayo: 445º aniversario de la muerte de Calvino
Leopoldo Cervantes - Ortiz, México

Ahora que está en marcha una de las celebraciones principales del Jubileo de Calvino, la fecha de su muerte, a 445 años de distancia, es una oportunidad más para acercarse a las enormes consecuencias religiosas, culturales y sociopolíticas de su siempre controversial legado. En su lecho de muerte, varias cosas podían flotar, simultáneamente, en el ambiente. Por un lado, la fuerza con que había conseguido imprimir a la ciudad de Ginebra, un sello irreversible al que aludía el falso membrete de “Roma protestante” con que se llegó a conocer a ese lugar y, por el otro, el enorme riesgo de dispersión que enfrentó la Reforma como un movimiento unitario antes de que él apareciera en el escenario. Entre la intolerancia que podía llevar a la muerte a personas inocentes y la sensibilidad para defender a seres humanos cuyas vidas no valían un centavo en sus lugares de origen. Del regionalismo tradicional rebelde a la universalidad necesaria de una fe que reclamaba nuevos derroteros. O de la espiritualidad antigua, anclada a los viejos esquemas medievales, a los desafíos ya claramente modernos que hacían su aparición en una época de notables cambios: esos y muchos otros son los extremos que tocó o atisbó en su carrera de reformador, que nunca buscó (dicho sea de paso…).

445º aniversario de la muerte de CalvinoMoviéndose entre el empeño humanista y literario, devoto de la literatura clásica sagrada y profana, Calvino no se arredró cuando tuvo que pasar de la doctrina al terreno espinoso de los hechos crudos, materiales. Se le reprocha (desde los espacio de las reformas llamadas “radicales”) participar del constantinismo de las “reformas magisteriales”, pero a veces se pasa por alto el celo con que defendió la autonomía de la iglesia en asuntos espirituales. ¿Cómo leer, entonces, sus Ordenanzas eclesiásticas (1541) sin tener en mente su lucha contra la intromisión del gobierno de la ciudad para definir quiénes podían participar en la Santa Cena? Dicen que hubo una “teocracia” en Ginebra, y puede ser que la hubiera. No obstante, allí se comenzó a sembrar la desconfianza social que desembocaría en la laicidad actual: uno de los cimientos de la modernidad democrática. Otro lugar común…

“La ciudad de Calvino”, se dice, pero, como escribiría el mismísimo Jorge Luis Borges siglos más tarde: “A diferencia de otras ciudades, Ginebra no es enfática. […] Ginebra casi no sabe que es Ginebra. Las grandes sombras de Calvino, de Rousseau, de Amiel y de Ferdinand Doler están aquí, pero nadie las recuerda al viajero. Ginebra, un poco a semejanza del Japón, se ha renovado sin perder sus ayeres” (Atlas). Acaso a su pesar, la marca de su nombre acompaña al viajero sin sentir necesariamente el peso de la lucha religiosa, de las sanciones a quien no cumplía sus deberes con la iglesia. Con todo, la huella está allí, en el cosmopolitismo que implica la atención a asuntos de tan diversa índole.

La periodista española Rosa Regàs, en un libro casi para viajeros (Ginebra. Seix-Barral, 2002), capturó muy bien la sensibilidad religiosa que Calvino supo imprimir a su ciudad adoptiva y que hoy, incluso cuando su población protestante ha disminuido, sigue presente:

"Quizás Ginebra fue calvinista antes que Calvino. Pero lo cierto es que lo sigue siendo. Tan homogénea y sólidamente calvinista, tan actual y poderosamente calvinista que se sucederán las gentes y las generaciones, y aunque cambie la ciudad una vez más de nacionalidad y pase a ser francesa y quién sabe si norteamericana o rusa o japonesa, y dejen o no los potentados de la tierra de salvaguardar sus fortunas en los bancos que se levantan sólidos, aunque no ostentosos, a la orilla del lago, y nombre el papa uno, dos o diez obispos auxiliares católicos con la presunta intención solapada de reinstaurar una diócesis que perdió en la Reforma, y lleguen ejércitos de tamiles, turcos, portugueses, africanos o brasileños que la ciudad admitirá en la medida en que el país necesite mano de obra, y aunque acaben los ginebrinos votando a favor del aborto o reconociendo algún día, también por votación, que la homosexualidad no es ninguna tara, Ginebra, católica, budista o musulmana, seguirá como hoy y como siempre, igual a sí misma, calvinista por encima y a pesar de todo, ella misma convertida en herencia viva e inamovible de su feroz reformador, herencia de organización y eficacia, ascetismo y orden, voluntad, rigidez, ahorro, diligencia, frugalidad y discreción; herencia que ha calado en las generaciones, los inmigrantes, las instituciones, las profesiones, las iglesias, las costumbres, las relaciones, las diversiones, los instintos, los sentimientos, la cotidianidad, el ocio, las calles, las comunas, los árboles, y hasta en el paisaje y el clima."


Otra historia es la infidelidad típicamente cristiana de la ciudad en relación con su presente financiero: el lugar adonde llegan las fortunas sin preguntar sobre su origen. El mexicano Juanleandro Garza ha escrito sobre ello un texto memorable.

Al morir, lejos quedaron sus controversias con Castelio, Bolsec, Servet o los aristócratas ginebrinos, que tan mala fama le crearon y que han seguido estimulando la imaginación de escritores de diversa calidad. Stefan Zweig tal vez sea quien mejor capitalizó el estigma de la intolerancia. Pero no es el único: recientemente, desde la ciudad del Lago Lemán, Nicolas Buri lo ha visto como una piedra de escándalo… Sin duda alguna. ¿Cómo no serlo en una época cuyos excesos estuvieron a punto de dar al traste con cualquier vestigio de la “fe verdadera”? El mismo Teodoro de Beza tuvo que lidiar ya con las calumnias desde aquellos tiempos.

Pero más allá de la vergüenza, aquellos/as que reivindican su manera de entender la fe y la vida, saben que pueden encontrar en su herencia una fuente que, a sabiendas, de que brotó de una persona con los mismos aciertos y fallas que cualquiera, gracias a su devoción incondicional fue capaz de entregar buenas cuentas a la hora de su muerte. Y, sin miedo al lugar común, puede decirse de él “que dejó el mundo mejor que como lo encontró”. Si fundó, continuó o consolidó una tradición teológica, eso es lo de menos, pues nunca lo buscó. Al leer sus textos, especialmente su obra magna, la Institución de la religión cristiana, Celebrar su memoria, como la de tantos otros testigos del Evangelio, es hacerle caso a las profundas palabras de Hebreos 6.10: Porque Dios no es injusto para olvidar vuestra obra y el trabajo de amor que habéis mostrado hacia su nombre, habiendo servido a los santos y sirviéndolos aún”. Es apenas un acto de justicia.

Su testamento, queda ahí, también como testimonio de una vida que buscó, incluso en sus instantes más polémicos, rendir toda la gloria a Dios:

"En nombre de Dios, yo, Juan Calvino, servidor de la Palabra de Dios en la Iglesia de Ginebra, debilitado por muchas enfermedades…, doy gracias a Dios; porque no solamente se ha compadecido de mí, su pobre criatura… y me ha soportado con todos mis pecados y debilidades, sino también porque Él, muy por encima de todo ello, me ha otorgado la gracia de poder servirle mediante mi trabajo… Declaro con la fe que Él me ha concedido que deseo vivir y morir en dicha fe, en tanto no tengo otra esperanza ni otro refugio que la elección de su Gracia, sobre la cual está fundada toda mi salvación, y que no dependo de nada más para la salvación que la libre elección que Él ha hecho de mí. De todo corazón abrazo Su misericordia, por medio de la cual todos mis pecados quedan cubiertos, por causa de Cristo, y por causa de Su muerte y padecimientos."


Publicado originalmente en Lupa Protestante

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