viernes, 17 de julio de 2009

El gobierno y la política


El gobierno y la política
Karl Barth
Traducción de Rubén J. Arjona Mejía

La última sección de la ética de Calvino se refiere al gobierno político. Quiero tratar este tema más profundamente por dos razones, por su significación, y más aún, porque en esta área en particular encontramos, con claridad especial, la unicidad teológica de Calvino. Primeramente, echemos un vistazo al marco de pensamiento desde el cual Calvino decidió tratar, en un manual didáctico, lo que era entonces un asunto peligroso, es decir, la relación entre Cristianismo y política. Es importante que tengamos claro esto para que podamos evaluar con justicia el contenido sorprendente de esta sección última de su obra. Mantengamos en mente los siguientes puntos de vista.

1. Como abogado Calvino era un experto en la materia. Aquí, más que en ninguna otra parte, esperaríamos que esto fuese evidente a partir del conocimiento expuesto y de los temas que le ocupan. Sin embargo, cuando leemos esta sección sufrimos cierta decepción en este sentido –si resulta placentero o no, es un tema aparte- por lo menos en tanto que no trata ningún asunto que no resulte estrictamente relevante en esta área de su especial conocimiento, o bien, porque no expresa pensamientos que no pudieran ser entendidos aun por los que no tienen ninguna formación jurídica. La razón de esto no es que hubiera olvidado su conocimiento jurídico; posteriormente, en Ginebra, dio una amplia demostración y mostró que sabía hacer buen uso de estos recursos en determinados casos.
2. No cabe duda que Calvino escribió esta última sección de su libro con un interés material específico. No era un monje recién salido del claustro que se daba cuenta que había tanto un gobierno secular como uno espiritual, de tal forma que para bien o para mal tuviera que luchar con esta ajena realidad. Calvino era un hombre del mundo que ciertamente había investigado los asuntos de la vida pública –si la anarquía era buena o mal, la mejor forma del estado, si la revolución y el tiranicidio era permisibles- antes de tratar el tema desde el punto de vista del NT. Debemos recordar con qué profunda habilidad y gusto participó toda su vida en la alta política, incluso la más alta. De hecho, aunque no en forma, fue estadista y pastor no sólo de Ginebra, sino también de su congregación internacional. En un simposio recién organizado bajo el título Los maestros de la política (Stuttgart and Berlin: Deutsche Verlagsanstalt, 1922) Calvino es el único teólogo representado, y en una brillante descripción, H. von Schubert se aventura a compararlo con Napoléon. Hoy bien podríamos imaginarnos a Calvino como un lector asiduo y escritor de periódicos; los políticos modernos de todos los partidos y países probablemente aprenderían algo de él. Pero si esperamos encontrar algo de su gran habilidad e interés en esta sección, otra vez, nos veremos decepcionados. Sus pensamientos acerca del gobierno, la ley y la sociedad, como las expresa aquí, son probablemente más claras y precisas que las de muchos teólogos que entonces se ocuparon de tales asuntos, pero no nos muestran más del estadista. Calvino impuso deliberadamente una cuña a su interés y a su conocimiento.
3. Sin duda, a este campo como al de la iglesia, aportó intuiciones y metas específicas, así como conocimiento y preocupaciones. Detrás de su exposición de las diferentes posibilidades y requisitos de la vida pública, está no sólo un conocimiento exacto del tema, y no sólo una atención abstracta a lo que ocurre ene este teatro, como nosotros la tendríamos si no tenemos compromiso alguno con el dogma de algún partido, y precisamente por ello, nos vemos forzados a jugar el rol frustrante de los que solo miran. Como pronto se evidenciaría en Ginebra, Calvino tenía ideas específicas de lo que quería, ideas muy específicas; por ejemplo, de la mejor forma de gobierno (él fue un republicano aristócrata), de la ley civil y penal, de la situación y demandas de Europa, y aun de las relaciones y posibilidades económicas. En tales asuntos fue todo menos un idealista mundano; fue sumamente pragmático. Para mencionar solo una cosa, durante buena parte de su vida se lanzó en cuerpo y alma, y gastó sus energías, en una lucha contra las políticas de Berna; y en su lucha, ¡sabía como alcanzar lo que quería y necesitaba! Pero en la Institución no encontramos señales, casi ninguna señal, de que quisiera algo, ni siquiera en las ediciones posteriores que se publicaron en medio del calor de los conflictos. Puede desarrollar el más candente de los temas políticos sin jugar a la política (ni con pistas) en una sola línea; sin argumentar a favor de lo uno o de lo otro. Entre más cerca lo examinamos, más claramente nos damos cuenta de que no hay decisiones específicas en temas particulares; las preguntas quedan abiertas, que, aunque lo lamentemos, no asistimos a un curso específico en política calvinista. Si a una persona sin compromiso alguno le fuera dada esta sección para leer sin que supiera quién es su autor, a tal persona le sería difícil identificar al hombre, al que no injustamente, ha sido llamado un padre, si no es que el padre, del ideal político y económico de la democracia liberal de Europa Occidental, pero más probablemente vería aquí a un legitimista de Alemania del norte que es suficientemente perspicaz para ver más allá de su legitimismo. ¡Que dominio propio debió tener este autor, o, mejor dicho, que bien controlado por otro interés, para que, al dar instrucción de la religión cristiana, fuera capaz de no decir lo que él, Juan Calvino, en realidad añoraba decir con todo fervor de corazón y con toda la brillantez de su mente!
4. Finalmente, debemos recordar qué tanto la predisposición y el empuje de toda la teología de Calvino nos hacen esperar que tendría que ofrecer aquí un argumento pleno y aterrizado. ¿Acaso no intentó la síntesis entre los conocimientos divino y humano? ¿No intentó complementar la sístole luterana con la diástole reformada? ¿No insistió firmemente en la justificación por la fe, y al mismo tiempo, como un eticista, mantuvo ambos pies firmemente sobre la tierra, y, por lo tanto, buscó aplicar la intuición de la Reforma (como crisis) al problema horizontal de la Edad Media y de nuestro tiempo?¿Por qué, entonces, no hay programa alguno de un estado teocrático o de un socialismo cristiano? ¿Por qué, por lo menos, no nos tranquiliza con un intento por derivar del evangelio un camino para articular la vida y el mundo en congruencia con el evangelio, y, por lo tanto llevarnos a la meta a la que con cierta impaciencia queremos ser conducidos cuando alguien asume la tarea de darnos instrucción sobre la religión cristiana? ¿Acaso no es esta la debilidad añeja de la teología y de los teólogos, que en el preciso momento en el que esperamos rediman la promesa que desde tiempo atrás nos han dado y nos han dicho: “Has esto y no hagas esto por tales y tales razones,” nos dejan plantados otra vez sobre la base de un fresco pretexto dialéctico? ¿Por lo menos, a partir de algunos escritos acerca del Calvino y el calvinismo, no buscaríamos mejores cosas en él?

Sí, tenemos aquí una debilidad de la teología, por lo menos de la teología protestante, si es que queremos llamarla una debilidad. En lo personal yo diría, desde luego, que es una iniciativa de la teología protestante y reformada que la distingue de las teologías medievales y modernas, que ella no puede ni hará otra cosa que dejarnos con el predicamento, o, más bien, que nos dejará claro que la palabra final: “Haz esto o no hagas esto,” debe, desde luego, ser dicho (el “debe” es específicamente reformado), pero que puede ser dicho sólo por Dios mismo y por su Palabra. ¡Si la teología reformada, al referirse a la ética, quisiera que las cosas fueran diferentes, esto significaría apostasía de la Reforma! Aquellos que buscan un programa, o simplemente un sistema de direcciones en la instrucción cristiana deben voltear a Tomás y no a Calvino. (Anteriormente expliqué que nosotros, los protestantes modernos de todas corrientes, nos llevaríamos mejor con Tomás que con Calvino). Añorar los caminos suaves y bien iluminados del catolicismo romano medieval es una emoción muy comprensible, y por cierto, está muy viva entre nosotros los teólogos protestantes para que nos ofendamos cuando otros nos acusan de dejarlos plantados en el punto más álgido de nuestras exposiciones. Pero no somos nosotros quienes lo hacemos. Es la Reforma la que nos deja plantados en el momento que pensamos: ¡Eso es! O mejor dicho, nos deja al amparo de Dios. Nos muestra claramente que todo lo demás que ha sido dicho sólo constituye una experiencia que nos ayuda a eliminar cualquier otra posibilidad de salvación; nos deja en el punto en el que debemos entregar –nuestra conciencia, nuestras intuiciones y nuestra voluntad- a Dios.
No debemos esperar nada más de Calvino, ni siquiera en su ética; de lo contrario no sería Calvino, sino Tomás, o Bernardo de Clairvaux, a quienes, por cierto, estuvo relacionado en algunas maneras, aunque no debemos perder de vista que esto ocurrió bajo un signo cambiado, es decir, con el conocimiento reformado de Dios, con la teología de la cruz que es también el punto de su ética. Todo se vuelve totalmente diferente en él. Por ende, no puede ser que en sus síntesis él busque, ya sea pacífica o violentamente, apuntar hacia un camino de la tierra al cielo, o aun del cielo a la tierra, como si las líneas paralelas estuvieran por encontrarse en una esfera finita. No. Dios sigue siendo Dios y nosotros seguimos siendo humanos. Calvino experimentó esta antítesis, o por lo menos la expresó y la enfatizó, mucho más agudamente que Lutero, y, por lo tanto, desarrolló mucho más precisamente que Lutero la tesis de que Dios es nuestro Dios, el Dios de gente real que vive en un mundo real, que no hay manera de huir de su presencia hacia otro mundo, que no hay mundo alguno que aun en su estado actual, no sea el mundo de Dios, que precisamente en este mundo nos mantenemos bajo el mandamiento de Dios. Todavía bajo el mandamiento de Dios. El peso que ha sido puesto sobre nosotros por el hecho de que Dios es el Señor que emite los mandamientos, no nos puede ser quitado por nadie, ni siquiera por un buen abogado cristiano, no importa que tan grande pudiera ser su interés político o qué también supiera lo que quiere. Si alguien nos quitara este peso, aun si fuera un ángel del cielo, si con gratitud exaltáramos a aquel ser celestial como el ser que finalmente, por fin nos trajo claridad y nos dio directrices, ese ser sería el más peligroso y abominable engañador.
Calvino no fue un engañador de ese tipo. No fue el Gran Inquisidor de Dostoyevsky. Con frecuencia puedo parecerlo. En lo personal algunas veces he pensado que él fue más peligroso que todos los papas y generales de la orden jesuita juntos, porque, bajo el signo de la Reforma, estaba haciendo el trabajo del peor tipo de contra reforma. Pero precisamente la cosa sorprendente en esta última sección de la Institución nos muestra que, si nada lo ha hecho, que él no era un engañador; conocía mejor que otros la tentación del Gran Inquisidor y, desde luego, la preocupación válida que tenía al respecto. Es por esto que no establece ningún estado cristiano, socialismo cristiano o un código cristiano civil o penal, aunque, desde luego, no le faltan ideas y planes en ese terreno, y más aún, cuando el tiempo le llegó, no sólo de enseñar, sino simplemente de vivir, él echaría mano de importantes experimentos en esa dirección, no sólo como meramente legítimos, sino en calidad de mandatos divinos, y, por esta razón, habría de conducirlos con un éxito histórico incomparable.
Ayer vimos cómo Calvino no hacía excepción alguna en su criticismo de todo poder eclesiástico que no tenga la fuerza misma de la Palabra de Dios, aunque esabía bien lo que quería en este campo y lo buscó y alcanzó (disciplina eclesiástica). El punto decisivo es, sin embargo, que, fundamentalmente, él ubico el contenido de su voluntad, lucha y conquista –que además fue específico, bien meditado y verdaderamente importante- en un nivel muy distinto, en el que, desde luego, Dios tiene que ser oído y obedecido, pero en el que también la imbecilidad humana gobierna, en el que cara-a-cara con la eterna majestad de Dios no puede haber eternidades humanas, en el que, como dijimos ayer, la serpiente de bronce que Moisés levantó puede ser destruida otra vez por orden del mismo Dios. La voluntad y la lucha humanas, aun cuando sean obedientes a Dios, y especialmente entonces, tiene que tener un contenido específico. No podemos obedecer a Dios sin desear o buscar algo, esto o aquello. Pero lo que nosotros los humanos deseamos y luchamos por conseguir, aunque sea algo importante y significativo, aunque fuere la ciudad misma de Dios, siempre se mantiene como tal ante la sombra de la relatividad de todo lo humano. Ni puede ni debe convertirse en tema en la instrucción de la religión cristiana para que no adquiera la fuerza de una nueva forma de esclavitud de conciencia. Esta instrucción, si ha de permanecer pura y verdadera, puede sólo proveer una base para la posibilidad de lo que puede y debe ocurrir en el lado humano en obediencia a Dios, a la distancia infinita de la creatura del Creador, y, sin embargo, también con una visión del Creador. No puede proveer una base para la realidad. Pues esta realidad siempre es humana, temporal, de este mundo. Si Dios, en su misericordia la acepta como algo agradable a él, ese es asunto suyo. Pero nosotros ni podemos ni debemos creer que vamos a lograrlo, como si nosotros fuéramos los que decidiéramos. El no hacer esta distinción es un rasgo de la teología católico romana. Vuelvo a decir que tal vez estaríamos mejor si no tuviéramos que hacer esta distinción. Pero Calvino sí la hizo. Por eso su absoluto silencio precisamente en lo que nos causa más curiosidad. La síntesis de Calvino es la síntesis entre Dios en su majestad y nosotros en nuestra imbecilidad, entre el Dios santo y los pecadores. ¡Ninguna otra! En virtud de que somos teólogos protestantes, debemos, de alguna manera, aceptar esto.
Analicemos ahora, brevemente, el contenido de esta última sección. Recordaremos que en la segunda sección de la ley eclesial, en la que por cierto no nos da ninguna ley, él usó el título “Libertad cristiana”. Estas palabras por sí mismas nos dicen todo. Calvino quiere que aquellos que están siendo instruidos pongan lo pies en la tierra. Desde luego, quiere contestar la pregunta: ¿Qué haremos? Pero él sólo puede dar su respuesta en el marco de la libertad cristiana. Recuerden que “libertad” es la palabra clave con la cual Dostoyevsky distingue a Cristo del Gran Inquisidor. Lo único que está en disputa es que debemos ser forzados a una situación en la que somos llevados a Dios, y, por lo tanto, libres, que debemos ser liberados de las ilusiones que pueden mantenernos cautivos y lejos de la libertad.
Por lo tanto, el propósito de Calvino en esta sección no es, como pudiera parecer, el de fundar o establecer el estado ideal. Como lo hizo anteriormente, cuando discutió el tema de la iglesia, su propósito es mostrar cuál es la voluntad de Dios en los órdenes existentes, ¡con el énfasis puesto no en los órdenes existentes, como sería en una visión conservadora, sino en la voluntad de Dios! No puede haber libertad cristiana sin sumisión a la voluntad de Dios. Los derechos del gobierno y la ley, así como el deber de los ciudadanos de obedecer, emergen sólo a partir de la libertad cristiana. Pues en el gobierno y en la ley encontramos el orden de Dios que particularmente los cristianos no deberían nunca evitar.
El enemigo con el que Calvino lucha aquí es el punto de vista de los radicales de que la salvación implica la reforma total del mundo, lo cual implica dejar a un lado a un gobierno y a una ley imperfectas. Para Calvino esta visión está tan mal que ni siquiera se preocupa por expresar su propia preocupación por un mejor gobierno y una mejor ley. Debemos evitar esta “ilusión judaica” que haría del reino de Cristo parte de este mundo. No debemos fundir con este mundo aquello que no pertenece a él, sino que debe seguir su propia lógica (ratio). Así como son diferentes el alma y el cuerpo son diferentes el reinado espiritual de Cristo y el orden civil. La libertad espiritual es verdaderamente incompatible con la sujeción política. Nuestra condición humana y las leyes nacionales bajo las que vivimos no cuentan, pues el reino de Cristo no consiste en tales cosas. Así lo dice el padre de la democracia moderna, ¡el hombre para quien en realidad no fue un asunto indiferente el hecho de tener que seguir viviendo bajo las leyes de la vieja Ginebra! Pero esa preocupación se une a otra, que en nuestro deseo por tener mejores leyes humanas no debemos nunca olvidar o despreciar la ley de Dios que está presente siempre y en todos lados.
¿Acaso esta distinción hace del orden civil objeto de indiferencia y desprecio? ¡De ninguna manera! Ese orden es una cosa diferente del reino de Cristo, pero no está en contradicción con él. El reino celestial comienza desde aquí con el reino de Cristo en nosotros, y en esta vida mortal y perecedera, tenemos, por lo tanto, un prospecto de bienaventuranza inmoral e imperecedera. El punto, pues, del orden civil es integrar nuestra vida, mientras vivamos con otros, para formar la sociedad humana, para darle a nuestra vida un marco de justicia, para hacernos responsables los unos de los otros, para nutrir y apreciar la paz y la tranquilidad. Todo ello será superfluo cuando el reino de Dios, que ahora permanece escondido en nosotros, ponga fin a la vida presente. Pero si bien es cierto que la voluntad del Señor es que andemos como peregrinos esperando nuestra verdadera casa, nuestro peregrinaje demanda instrumentos de ese tipo, y despojarnos de ellos sería despojarnos de nuestra humanidad.
Noten aquí el doble significado del término “humanidad” (humanitas). En primer lugar denota nuestro peregrinaje terrenal lejos de nuestra verdadera casa, y, por lo tanto, algo no menos imperfecto que necesario. Pero esta cosa imperfecta y necesaria es la voluntad de Dios bajo la que permanecemos aquí y ahora. No debemos tratar de evadirla aunque veamos cuán superfluas serán estas ayudas cuando nuestro peregrinaje llegue a su fin, cuando no haya más aquí y ahora, cuando el reino de Dios ponga fin a nuestra vida presente. ¡Qué falta de discernimiento denotamos cuando tratamos de evadir esta relativa voluntad divina que es válida aquí y ahora! Como si no fuera simplemente una barbaridad (immanis barbaries) dar rienda suelta al mal en virtud de algún sueño de una perfección que ya es posible.
Calvino entonces procede a enlistar todo lo que implica el orden civil: primero, simplemente, ver porque la vida sea posible; luego ver que no haya idolatría, ninguna blasfemia en contra de la verdad de Dios, ninguna ofensa en contra de la religión pública; que la paz pública no sea alterada; que la propiedad de todos sea protegida; que las transacciones reguladas entre personas sean posibles; que el culto cristiano sea ordenado; y otra vez, sin ambivalencia alguna, alcanzar la humanidad entre nosotros. Calvino pide disculpas por hacer del cuidado de la religión un asunto político cuando en verdad está fuera de la esfera de la competencia humana. Preferiría no hacerlo, pero su preocupación es simplemente proteger la verdadera religión de la calumnia pública y el escándalo. Aquí, obviamente, estamos al nivel de consideraciones relativas; Calvino mismo lo señala. Nosotros no debemos nuestras vidas a las autoridades sino a Dios. Dios no necesita que el estado lo proteja a él y a su verdad. La propiedad privada y el libre comercio no son asuntos de importancia suprema. La humanidad no es la llave que abre la puerta del cielo.
Naturalmente, no necesitamos que Calvino nos diga todo esto. Pero, ¿No podemos entonces afirmar que estos postulados, incluyendo una protección leal de la iglesia por parte del estado no tienen una justificación relativa? La seriedad de la situación humana fuerza a Calvino a decir que sí; su lado divertido le permite hacerlo. No debemos confundir la justificación que hace Calvino del estado con conservadurismo político, pues este mandamiento es válido sólo por un tiempo, y, tal como lo veremos, los detalles están basados sólo con base en el tiempo y el lugar, no en la institución divina.

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